Reflexión: Cuando los hijos se convierten en los padres de sus padres
A nuestros padres les debemos todo: nuestra crianza, valores, los gratos recuerdos de la infancia y juventud, y principalmente, la vida misma.
Ellos cuidan y protegen a sus hijos desde el nacimiento, y a veces pareciera que lo siguen haciendo, pues continúan preocupándose por ellos sin importar la edad que estos tengan. Pero, ¿qué pasa cuando los padres llegan a una etapa en la que su salud física y mental ya no les permite seguir haciéndolo?
Los hijos tenemos una gran responsabilidad con nuestros padres, la cual debe ser atendida de la mejor manera posible: con paciencia, constancia y amor. Sobre este tema, Luis Fernando Heras Portillo nos comparte la siguiente reflexión acerca del papel que deben tomar los hijos en el transcurso natural de la vida.
Cuando llegamos al mundo, somos hijos y esperamos mantenernos en esta condición toda la vida. Siendo amados, mimados y educados. Que nuestros padres derrochen dosis gigantescas de amor a través de nuestro camino por la vida. Que cuando la vida duela, tengamos un regazo sobre el cual regocijarnos. Que cuando la vida se torne angustiante, encontremos en nuestros viejos el consejo sabio.
Incluso, cuando somos adultos buscamos reencontrar nuestra infancia en los ojos de nuestros padres. Secretamente deseamos sus cuidadosas atenciones, como esa comida favorita el día de nuestro cumpleaños, o la camisa del equipo de fútbol si estamos en su casa.
Nunca se está preparado para cambiar de lugar en esta relación.
Es complicado aceptar que nuestros padres envejecen. Entender que esas pequeñas limitaciones que empiezan a mostrarse no se deben a la pereza o al desdén. Que si se les olvidó darnos palabras de aliento no es porque no les importe nuestra urgencia. Que si nos piden que les repitamos las cosas es porque ya no escuchan muy bien. Y a veces no es sordera sino simplemente distracción. Nos lleva mucho tiempo aceptar que ya no son los mismos. No podemos ni debemos compartirles toda nuestra angustia, pues para ellos las proporciones son mucho mayores y ahí todo se desequilibra: el ritmo cardíaco, la presión arterial o el equilibrio emocional.
Poco a poco vamos haciéndonos ceremoniosos por amor, intentando hablarles de aquello que es evitable. Así, sin quererlo, empezamos a invertir los papeles de protección. Empezamos a intentar proteger a nuestros padres de las desventuras de este mundo.
Les decimos que nos va bien, a pesar de que estamos en crisis. Amortiguamos el diagnóstico del pediatra para que la enfermedad del nieto parezca algo simple. Escondemos los problemas matrimoniales para aparentar que construimos una familia duradera. Filtramos la angustia que puede ser temporal en lugar de compartir cualquier problema. No tienen por qué preocuparse: estaremos bien al final del día. Sin embargo, cuando cambiamos esos pequeños detalles en la relación, nos vamos quedando un poco huérfanos. Nos mantenemos con los ojos abiertos en el medio de la noche sin poder correr llorando a la cama de nuestros padres. Les ocultamos nuestro temor a quedarnos sin empleo, pareja o casa para que no sufran sin necesidad, y así nos quedamos solos, sin un regazo, un abrazo o una sonrisa para consolarnos.
Entre más pierden su vigor, audición y memoria, más solos nos vamos sintiendo, sin entender por qué sucedió lo inevitable. Incluso puede aparecer un conflicto interior por esperar que ellos reaccionen al envejecimiento del cuerpo, que peleen más a su favor, sin darnos cuenta que ya no tienen la misma conciencia que nosotros, no tienen forma de impedir el paso de los años y que tienen, sencillamente, el derecho a sentirse cansados.
En medio de todo esto, puede llegar el día en que nuestros padres se transformen en nuestros hijos, a quienes debemos recordarles que hay que comer, tomar un medicamento o pagar una cuenta. A los que es necesario guiar en las calles o darles la mano para que no caigan en las escaleras. A los que debemos preparar para mandar a la cama, y quizá alimentarlos, llevando una cuchara hasta su boca.
Y serán hijos más difíciles porque no recuerdan quiénes son sus padres. Reaccionarán a tus primeras llamadas de atención porque saben que, en el fondo, crees que les debes obediencia. Minimizarán tus primeros argumentos e intentarán demostrar que aún son independientes, incluso cuando ese momento haya pasado, pues es difícil imaginarnos sin el control total de nuestras propias rutinas. Pero cederán de forma paulatina, y podrán encontrar en tu amor por ellos un equilibrio para todos los cambios que los atemorizan.
No será fácil para ti. No es la lógica de la vida. Incluso si eres padre, nadie te prepara para ser padre de tus padres. Y si no lo eres, tendrás que aprender las peculiaridades de este papel para proteger a los que amas.
Si puedes, sonríe frente a sus comentarios o cuéntales un chiste mientras comen juntos. Escucha aquella historia repetida hasta el cansancio como si fuera la primera vez y haz preguntas como si todo fuera inédito. Bésalos en la frente con toda la ternura posible, como cuando pones a un niño en la cama, prometiéndole que cuando abra los ojos, a la mañana siguiente, el mundo aún estará allí, como antes, intocable para que puedan jugar.
Porque si has llegado hasta aquí al lado de tus padres, con licencia para interferir en sus vidas, fue porque tuvieron un largo camino de amistad. Y si te propones vivir ese momento con toda la intensidad, no harás más que demostrar lo grande que es tu capacidad de amar y retribuir el amor que la vida te ofreció.
Vía El Tren de la Vida